La participación como un derecho de los niños, niñas y adolescentes, es mucho más profunda que estar, de hecho, tiene que ver con una combinación entre el ser y el estar. Y es también, uno de los cuatro principios de la Convención sobre los Derechos del Niño.
Por un lado, el ser tiene que ver con todos los elementos que integran a una persona como su personalidad, sus ideas, sus creencias, sus sueños, sus experiencias, su historia, sus miedos… y demás componentes que configuran su actuar. Por otro lado, el estar, se relaciona con el tiempo y el espacio que existe para que la persona se involucre, forme parte activa y sea incluida en lo que está sucediendo. No se puede participar sin estar, es evidente; sin embargo, sí se puede participar sin ser, aparentemente, desde una participación no real.
La participación de los niños y las niñas tiene que ver con compartir el poder y con democratizar la crianza, lo que definitivamente nos lleva a involucrarles en la toma de decisiones. Cualquier persona, no sólo las adultas, quieren tomar sus propias decisiones, sobre todo si tiene que ver con algo que les interesa o les afecta. La independencia y la autonomía es uno de los objetivos fundamentales que nuestro cerebro persigue desde siempre, y aunque en ambientes oportunos esta se da de manera progresiva, no siempre resulta siendo de este modo.
Para muchos padres, madres o cuidadores, las y los bebés son demasiado pequeños como para tomar parte en algo, o ser consultados sobre lo que les afecta e interesa, pero esto no es cierto, la neurociencia nos ha demostrado que la mayoría de las niñas y los niños alrededor de sus primeros años son capaces de comprender el significado de ciertas palabras, frases y acciones, y que además, pueden expresar interés, gusto o preferencia a través de su lenguaje expresivo, que a esta edad se basa generalmente en gestos, sonrisas y balbuceos. Luego, entre el primer y el segundo año, tanto su lenguaje receptivo como expresivo aumenta, dando paso a las palabras y frases más complejas, donde ellos y ellas aumentan su capacidad para expresarse y elegir respecto a lo que perciben y experimentan en sus vidas.
Para hacer realidad el derecho a la participación de las niñas y los niños es imprescindible iniciar renunciando a la visión adultocéntrica que propone a la primera infancia simplemente como una etapa de la vida, donde las personas son como “hojas en blanco”, que tienen pocas capacidades y aptitudes, y que sólo necesitan ser protegidos y protegidas debido a su fragilidad.
A continuación, aunque sea difícil, se debe reconocer a las niñas y los niños como sujetos de derechos (un término trillado, pero fundamental), eso implica cambiar los paradigmas y arquetipos propios respecto a lo que los niños y las niñas “no pueden hacer”, puesto que, desde nuestros cerebros adultos, experimentados y conocedores, se analiza y concluye sobre lo que ellos y ellas son y no son capaces, muchas veces, entorpeciendo su desarrollo.
En seguida, se debe aprender a involucrar a las niñas y los niños en la mayoría de las decisiones de la vida cotidiana, lo que requiere, de parte de los adultos en su entorno, mucha consciencia, voluntad, apertura y entrenamiento para escucharles y tomar en cuenta sus opiniones.
Los niños y niñas que han crecido en ambientes oportunos donde aprendieron a expresar sus opiniones y experimentaron cómo estas son tenidas en cuenta, tienen una autoestima más saludable, una personalidad más desarrollada, y se reconocen como sujetos valiosos, dignos y merecedores de respeto, como cualquier otra persona.
La participación es elemento clave en el desarrollo holístico de los niños y niñas, incluso en la primera infancia. La experiencia de participar es una vivencia propia, personal e intransferible que propicia habilidades blandas como la autonomía, la autodeterminación, la comunicación, y la resiliencia, promoviendo el pensamiento crítico, la creatividad, la interdependencia y la iniciativa. El participar es más que estar, e impacta todas las áreas del desarrollo y la vida de los niños y las niñas.